sábado, 15 de marzo de 2008

Arte

Me gusta el Arte. A mediados de los 80 salí de la burbuja en la que estuve desde los cinco años. Mi primer día de instituto fue inolvidable por todas las emociones que viví. No conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Por primera vez estaba con chicas en clase. Era un adolescente con las hormonas disparadas y yo las sujetaba con una gran dosis de timidez. Fui al baño y me encontré un grupo de punkies con crestas de colores. Chaval, ¿tienes papel? Me preguntaron. Les dije que no con la cabeza. ¿Había que traer el papel higiénico de casa? Me pregunté. A los pocos días entendí que era papel de fumar. Rockers, mods, siniestros, heavys, pijos y otras tribus se juntaban en los pasillos. En aquellos años escuchábamos música de grupos de la movida madrileña, a Loquillo, a Queen, eran los 80 de una España que también salía de su particular burbuja de una dictadura de cuarenta años. En la última planta estaba la radio de los alumnos, la pequeña capilla había sido reconvertida en gimnasio y la sacristía en vestuarios. Tuve profesores que me enseñaron a pensar, a tener mis propias ideas, a entender a Machado, la Ilustración francesa o el rozamiento de un cuerpo deslizándose por una pendiente. Uno de ellos, Pascual Aguelo, me transmitió su amor por el Arte y me hizo descubrir un lugar único de aquel instituto, la clase de Historia del Arte. Era una habitación de paredes y pupitres viejos, como todas las del edificio. Los cristales de las ventanas que daban a la calle estaban pintados de negro para poder ver bien las diapositivas que nos ponía del Partenón, de inmensas catedrales góticas, de esculturas renacentistas o de cuadros de Picaso. Uno de los cristales tenía un diminuto agujero en la pintura negra. Por él se colaba la imagen de la calle que se veía en el techo. Aquella clase era como una caja negra, donde podías ver coches y personas pasar. Era como dar clase dentro de una enorme cámara de fotos antigua. Ahora ese enorme edificio ya no es un instituto, ya no se habla de literatura, de historia, ya no se hacen programas de radio, y nadie te pide papel de fumar en el baño. Y sobre todo ya no existe aquella cámara de fotos gigante donde un profesor consiguió que hoy, veinte años después, pueda seguir diciendo que me gusta el Arte.

Viajar

Me gusta viajar. Un día decidimos tenerlos. Fue un regalo de Franco y lo aceptamos. Es uno de esos regalos que no te atreves a decir que no. Lo aceptas, lo abres, ves lo que hay dentro y sonríes al que te lo ha regalado, no vaya a ser que se enfade. Y los españoles no queríamos hacer enfadar al dictador, así que aceptamos tener reyes. En el fondo y se que es sólo en el fondo, viven en una jaula encerrados. Eso si, de oro. Ellos no pueden abrir la puerta de su jaula y salir. El rey no puede hacerlo e irse al bar a tomar un café, a jugar al guiñote o a ver el partido del Atleti. No puede ir a al Parque del Retiro y pararse a ver a un cantante con su guitarra. Ni mear en un árbol cuando regresa el sábado por la noche a casa después beber con sus amigos. No puede ver una película de Woody Allen comiéndose unas palomitas de maíz en unos multicines. La reina no puede coger el metro y leer un periódico camino del trabajo. No puede hacer yoga con otras personas en las colchonetas de un centro cívico. No puede hablar en la peluquería con otras clientas sobre la Pantoja. El príncipe no puede llorar sentado en un banco del parque. No puede tumbarse en el césped con su mujer y comerse a besos. No puede cambiar una rueda en una carretera del Pirineo, ni leer un libro al sol en la Plaza del Pilar. No puede ir a comprar el periódico el domingo a la tienda de revistas. No puede jugar en los columpios de la plaza con sus hijos, ni comerse un gofre con chocolate esperando el autobús.

Pueden hacer otras cosas, pero siempre metidos en su jaula. Pueden navegar, pero en un barco con rejas. Pueden salir a la calle, estar con otras personas, ir a la ópera, pero siempre en su jaula de oro. Hay otra que no pueden hacer, coger una mochila y viajar por los cinco continentes. Prefiero ser libre, a vivir en una jaula de oro.


sábado, 8 de marzo de 2008

Línea

ME GUSTA la línea que dejan los aviones en el cielo. Cuando era niño me gustaba rayar el cielo. Esperaba que pasara un avión, estiraba el brazo, cerraba un ojo y ponía mi dedo índice encima del avión, seguía su recorrido y mi dedo-lápiz dibujaba una raya blanca en el cielo. Después podía difuminar la raya con el pensamiento como cuando utilizaba algodón para difuminar las ceras. Pensaba que éramos pocos los que sabíamos dibujar en el cielo, y mejor así porque si todo el mundo supiera hacerlo parecería una pizarra rayada con tiza blanca. Ahora cuando viajo en avión me imagino a los niños que saben dibujar rayas en el cielo estirando su brazo y trazando líneas justo por donde yo estoy volando y difuminándolas después con un soplido, de esos que sólo los niños con mucha imaginación saben soplar.

viernes, 7 de marzo de 2008

Ventanas


Me gustan las ventanas. Hay ventanas grandes, pequeñas y medianas. Rectangulares, redondas y cuadradas. Con un solo cristal y con doble cristal. Algunas están sucias y no se ve bien lo que hay al otro lado. Otras tan limpias que no sabes si hay cristal o no. A través de las ventanas del tren ves el mundo en movimiento. Hay unas que están siempre cerradas y otras tan abiertas que puedes asomarte para mirar la calle. Las del coche se suben y se bajan dándole a un botón. Hay ventanas con cristales rotos pegados con celo. Ventanas con persianas y ventanas con cortinas. Las ventanas son como las gafas de la casa.

A cada persona la miro con unas gafas diferentes con forma de ventana. Unas son grandes para ver bien y otras pequeñas para no ver demasiado. Con las redondas las veo hermosas y con las cuadradas veo cuatro esquinas y cuatro aristas. Algunas las limpio con paciencia y otras las dejo sucias. Si alguien no me interesa me pongo las que tienen forma de ventana de tren para verlo todo tan rápido que ninguna se quede en mi retina. Si alguien me interesa mucho, abro los cristales y me asomo todo lo que puedo para ver lo que no se ve a simple vista. A muchas personas las miro con la ventana cerrada. Hay días que subo y bajo las ventanas de mis gafas imaginarias sin saber que lo hago. Y si no quiero mirar más, bajo la persiana y echo las cortinas para no tener tentaciones de mirar de reojo. Algunas tienen los cristales rotos pegados con celo. No hay día que no piense que debería arreglarlos, limpiarlos, y pararme a mirar con mis gafas con forma de ventana.

Gatos


ME GUSTAN los gatos. La Muerte pasaba mucho por aquella residencia de ancianos. No era nada raro, los mayores se mueren. A veces pasaba días en aquel edificio esperando hasta que llegaba el momento de cerrarle los ojos a algún abuelo. Les había cogido cariño. Allí se sentía cómoda, como en casa. Aunque ella era muy profesional y sabía cual era su trabajo, intentaba hacerlo de noche o a la hora de la siesta, para que no fueran conscientes de su presencia. Si te mueres cuando duermes debe ser como cuando vas muy a gusto con alguien en el coche y te pasas la salida de la autopista, que no te importa tanto dar la vuelta. Pero pensó que le gustaría hacer algo más. La mayoría de los ancianos morían solos, sin haberse despedido de nadie, así que la muerte se quito la ropa que llevaba y se disfrazó de gato. Paseaba por los pasillos, jugaba en el jardín y se tumbaba al sol a esperar. Cuatro días antes de que muriera un anciano, entraba en su habitación y se subía a la cama a acompañarle hasta la hora de su muerte. El personal de la residencia enseguida se dio cuenta de que si el gato se subía en una cama, ese anciano moriría a los cuatro días. Desde entonces se avisaba a la familia para que estuvieran allí y que la Soledad no apareciera por aquella habitación. Los familiares se entregaban tanto que hacían fiestas, aparecían los hijos, nietos y biznietos, vecinos y amigos. El preludio de la muerte era alegre, muy alegre. Se bebía vino, se comían dulces y se bailaba. La despedida era para siempre, como cuando de pequeño te despides de una chica que has conocido en tus vacaciones y que sabes que nunca más la volverás a ver. Amarga pero con la felicidad de haberla conocido.

Los científicos dicen que los cuerpos de estos ancianos desprenden hormonas antes de la muerte y el gato las percibe. No te lo creas, es la Muerte que se disfrazó de gato.

jueves, 6 de marzo de 2008

Desierto


ME GUSTA el desierto. En las dunas de Merzouga hay un albergue que se llama Les Hommes Bleus. Los hombres que trabajan allí llevan túnica y pañuelo berebere azul. Said tiene 22 años, nunca ha salido del desierto, dice que no puede vivir lejos de las dunas y que además, el frío de la noche es bueno para la salud. También dice que no podría vivir en Barcelona, París o Nueva York. Además no tiene papeles para conocer el mundo. Pero al desierto llegan personas de los cinco continentes, así que no necesita viajar para conocer el mundo porque a las dunas llegan personas de todo el mundo. Said le pregunta a cada uno como es el lugar del que viene. Tiene un cuaderno en el que escribe y dibuja como es cada país, su gente, su comida, sus casas, sus hombres y mujeres, sus trabajos, sus ríos y sus desiertos. Países imaginarios, tan reales y ficticios como el enfoque y el prisma desde el que cada uno de nosotros que hemos estado allí le contamos.

Mi hermano


ME GUSTA tener un hermano cura. Mi hermano pisó la Tierra el año en que el hombre pisó por primera vez la Luna. Lo podían haber llamado de esta manera, pero para una madre que un año antes salía del convento era demasiado, así que lo llamó Francisco Javier en honor al lugar donde estaba el convento. El parto no fue fácil, aquel bebé esperó sentado a que lo sacaran, y así lo sacaron, tirando de las piernas y morado, tal vez un milagro. Le partieron los dos brazos, así que estuvo en una incubadora unos días con los brazos agarrados en cruz para que se curara. La gente al verlo decía, pero si parece que esta crucificado, ay pobrecito. Después de esto yo no he conocido en mi hermano otro episodio que pudiera dar lugar a más señales de que en el futuro iba a ser cura. Ahora vive en Chile y lo que más me gusta de tener un hermano cura es contar la historia de que es lo que es, por haber nacido de culo.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Peluquería


ME GUSTA la peluquería. Desde que nací, mis padres me llevaron a la misma peluquería. Una antigua sólo para hombres. Los peluqueros eran dos hermanos, los dos calvos, aunque el más mayor usaba peluquín. El más joven y sin peluquín era de esos peluqueros que saben de que hablar con los clientes. Incluso con un niño. Me hacía preguntas que yo contestaba educadamente. Opinaba de todo. Mi padre y mi hermano también iban a la misma peluquería., así que yo creía que sabía un montón de cosas de mi familia. Me incomodaba tanta conversación. Yo prefería que me tocara el del peluquín. Era reservado y apenas hablaba. Era más relajado cortarse el pelo con él.

No había que pedir hora como se hace ahora. Llegabas y te sentabas en unas viejas sillas a esperar. Siempre estaba llena de gente. Para hacer más agradable la espera, en una mesita había algo de lectura. Tebeos, revistas y el periódico. De pequeño cogía los tebeos de Mortadelo y Filemón o de Zipi y Zape. Fui creciendo y poco a poco me adentré en la lectura de los adultos. El Heraldo de Aragón y Cambio16. Había otra revista que yo miraba y no me atrevía a ojear. Era Interviú. Una revista prohibida para los niños. En la portada siempre había mujeres enseñando los pechos. Mujeres, que cuando empiezas la adolescencia, te parecen tan diosas como imposibles y te conformas con mirarlas en las revistas. Fui creciendo y con toda la vergüenza del mundo me atreví a abrir el Interviú y deleitarme con aquellas fotos. Aunque nunca se lo conté al cura que nos confesaba en el colegio todos los jueves, me sentía absuelto de todos los pecados porque tanto yo como Dios sabíamos que aquello no estaba bien, o eso creía al menos. La culpa estuvo presente en toda mi infancia y después no fue fácil sacudirla de la ropa. El peluquero que hablaba tanto, cuando hacía alguna pausa, se rascaba la cabeza con el peine y miraba a través del espejo a los clientes que mataban su tiempo con la lectura. A veces sentía que me miraba fijamente. Veía sus ojos en el espejo. La mirada a través de un espejo es mas profunda que una normal. Yo interpretaba su mirada e intentaba leer sus pensamientos mientras tenía el Interviú entre las manos. El caso es que me hacía sentir culpable por aquello y por no contárselo al cura.

Cuando me iba, ya con la cabeza bien rapada y mostrándole mis grandes orejas al mundo, siempre me decía lo mismo, si tu madre lo quiere mas corto, vuelves por aquí. Yo habría vuelto cada tarde, pero no para cortarme el pelo.

Desván


ME GUSTA el desván de mi vecina. Me hubiese gustado tener uno de pequeño. En el desván de mi vecina puedes escuchar cuentos, saborear a Gloria Fuertes, ver libros fantásticos, escuchar canciones que te hacen sentir y bailar. Las almohadas vuelan entre gritos y risas, puedes ver cine con palomitas, cenar jamón del mejor establecimiento de Teruel y comer manzanas con gusanos. Puedes pintar en el suelo durante toda una noche con acuarelas y tinta china. Puedes hacer sombras con un foco mientras bailas con los dedos de los pies. Colgar cortinas de papel que esperan ser escritas, Mirar por la ventana y vigilar que la luna no se apague hasta que salga el sol. Puedes llorar si lo necesitas. Inventar historias y cuentos bajo los efectos de Maria, la que abre y cierra compuertas. Puedes poner el aire acondicionado si tienes calor, y taparte con una manta si tienes frío. Puedes ser tratado como un músico, cantante y artista sin serlo. Recibir abrazos con mucho amor. Puedes crear mundos fantásticos, hacerte fotos y colgarte de la percha de colgar cosas bonitas. Puedes darte un golpe en la cabeza donde el techo es más bajo. Interpretar los dibujos del techo que dejó el anterior inquilino. A veces, cuando ella no está puedes subir a su desván y regarle las plantas. Aunque no es mío, a mis 36 años he encontrado un desván de cuento, el de mi vecina.

París



ME GUSTA París. Una vez, cuando mi padre ya había hecho la mili se fue a París en Vespa. Durante mi infancia escuché infinitas veces a mi padre contar ese gran viaje. El iba detrás, de paquete, con un amigo. Al tercer día llegaron a París, justo el día de la Revolución Francesa, el 14 de Julio. Un gran desfile en los Campos Elíseos recibió a aquellos viajeros en una moto de los años 60. Viendo una foto de mi padre con la Torre Eiffell detrás, lo imaginaba como el “gran viajero”, el más valiente y atrevido de todos. Seguro que ningún niño de mi clase tenía en su casa a un papá como el mío. Un tiempo después, cuando yo tenía 14 años fui a París, y subido en lo alto de la Torre Eiffell volví a sentirme orgulloso de mi padre. Yo era el hijo del “gran viajero” siguiendo sus pasos. Tal vez por eso he vuelto a Paris una decena veces, porque allí es donde mi padre, posiblemente, cumplió un gran sueño.

Periódico





ME GUSTA el periódico. En mi habitación tengo una estantería con forma de escalera. En las tres baldas hay una caja de rayas de colores, una planta de Ikea, velas, tres rosas secas amarillas de un rosal que yo planté y un pequeño equipo de sonido que me trajo mi padre a casa. Todos los días compra el periódico y recorta los puntos regalo que salen. Si juntas no se cuantos y además pagas no se cuantos euros, consigues cosas como el pequeño equipo de sonido que me regaló mi padre. Algunas noches, cuando me voy a la cama, lo enciendo y pongo algún CD para que la música sea lo último que oiga en el día. Tiene una pequeña pantalla azul con una débil luz que crea una sombra curiosa con la lámpara de tela árabe que cuelga del techo. Un extraño personaje al que le doy las buenas noches cantando en silencio. Cuando llegan los fantasmas a mostrarme cosas que duelen, mi amigo, el extraño personaje del techo, los invita a bailar. Los fantasmas se olvidan de mí, de lo que venían a mostrar y bailan al ritmo del piano de Keith Jarrett, de la voz sentida de Concha Buida o de las nanas de Albert Plá. Bailan y se ponen contentos, bailan y ríen, bailan y no me molestan. En el periódico lo anunciaban como un equipo de sonido, pero mi padre, sin saberlo, me regaló una máquina que hace bailar a los fantasmas.

Cuatro estaciones

ME GUSTAN las cuatro estaciones. Las estaciones son una familia de cuatro. El cabeza de la familia, el padre, es el invierno. Es duro. Capaz de conseguir que la tierra repose bajo el manto frío de noches largas. Los días más familiares del año, son en invierno. Las casas se llenan de abrigos en Navidad, los de los tíos, los de los abuelos, los de los primos… La Navidad me recuerda a abrigos apilados encima de alguna cama. El invierno es un padre duro a veces, es helador. La madre de esta familia es el verano, es calida, agradable, época de vacaciones y viajes. Días de colegios vacíos, tiendas cerradas y terrazas en las aceras. Invierno y verano tienen dos hijos, otoño y primavera. El otoño es ese adolescente que comienza cada año un nuevo curso. De días cada vez mas cortos, de melancolía, de escuchar a Silvio. De confusión adolescente, de empezar nuevas actividades. La hermana del otoño es la primavera. También adolescente, preciosa, tan bonita que hace florecer los campos, Me gusta ver los campos de trigo verde lleno de amapolas rojas. A la primavera le gusta pintar. Pinta siempre con los colores de las flores y con los de las mariposas. Ha hecho un curso de magia y sabe derretir los hielos y hacer aparecer hojas en los árboles. Otoño y primavera a veces se cuelan entre sus padres. Por eso hay días de invierno primaverales, días de verano inesperadamente otoñales, días de verano primaverales y días de invierno otoñales y agradables. En el fondo no son tan raros. En lugar de las Cuatro estaciones, de Vivaldi debería llamarse La familia, de Vivaldi. Y a mi me gusta esta familia de cuatro.

http://es.youtube.com/watch?v=U0FTIPilHx8

Pipas


Me gustan las pipas. Con la primavera aparecían los gitanos, la trompeta, la escalera de madera y la cabra. Los balcones y ventanas parecían palcos de un teatro callejero y allí abajo la función. A mi me tocaba siempre un pequeño palco en la quinta planta, que era el piso en el que vivía mi abuela. Ella se ponía la mano encima de los ojos a modo de visera ya que sus cataratas le impedían ver bien el espectáculo. Yo le contaba cuantos eran, el color de la cabra y sobre todo el momento en el que aquel animal, llegaba a la pequeña plataforma de madera encima de la escalera al ritmo del sonido de la trompeta Era breve, pero también gratis. Las gitanas y los niños miraban hacia los palcos pidiendo monedas. Y las monedas llovían, caían, rodaban por el suelo. Las recogían a toda prisa y desaparecían. Los balcones y ventanas volvían a quedarse vacíos. Entonces yo bajaba y miraba debajo de los coches aparcados por si hubiera quedado alguna moneda. Si había suerte me compraba un paquete de pipas que me comía en honor de los gitanos y la cabra. Eso si, con sal.

martes, 4 de marzo de 2008

Manos


ME GUSTAN las manos. Empezó a hacer teatro a los diez años y acababa de cumplir sesenta. Cincuenta años recibiendo aplausos. Plás, plás, plás, plás, plás. Aquel ruido había sido la banda sonora de su vida. El ego tiene un límite, si lo alimentas mas allá de su capacidad puede llegar a explotar y las manchas que deja, además de ser ácidas, no se van nunca, ni con lejía. Sintió su ego a punto de reventar y quiso poner remedio. Había llegado el momento de devolver los aplausos. No lo hizo muy consciente, como cuando vomitas porque estás empachado, simplemente lo necesitaba. Salió de casa y al llegar al portal, el conserje del edificio le dio los buenos días con la sonrisa habitual. Ahí empezó todo. Buenos días Pedro, le contestó y empezó a aplaudirle parado delante de él. Le aplaudía por tantos buenos días recibidos, por lo limpia que tenía la escalera, por todos los recados dados y tanto correo recogido. El conserje lo miró desconcertado. Desayunó donde siempre, café y croissant, y más aplausos para el camarero, por todos los cafés con leche templada y dos de azúcar. Aplaudió al taxista, al basurero, al pintor de pasos de cebra, al fontanero, al vendedor del mercado, al cajero del banco. Cuanto más aplaudía menos le ahogaba el ego. Al terminar las funciones, devolvía todos los aplausos, incluso salía a la calle a despedir al público con más aplausos. Muchas personas se contagiaron y sintieron la misma necesidad de aplaudir, de vaciar el ego. Se oían aplausos en cada rincón de la ciudad. Aplausos con distintos tonos, tan diferentes como las manos de aquellos hombres y mujeres de una ciudad llena de egos.

Agujeros negros




ME GUSTAN los agujeros negros. Existen dos tipos de recuerdos. Unos son de las cosas que he hecho en la vida, y otros de las cosas que nunca hice y me hubiera gustado hacer. Estos últimos son más difíciles de recordar porque yo no se donde se esconden. No se donde están los besos que no nos dimos, las palomitas que no nos comimos en los cines a los que no fuimos, ni los aviones en los que nunca volamos. No se donde está guardada la sombra de nuestros cuerpos una noche de luna que no miramos, ni los cafés que no nos tomamos. No se donde van las risas que nos perdimos, los regalos y las caricias que no nos hicimos, ni como se llaman los hijos que no tuvimos. No se donde están los postres que no nos comimos, ni a que sonaban los conciertos a los que no fuimos, las llamadas que no nos hicimos y las cartas que no echamos al buzón y que nunca tuvieron palabras. No se como son los países a los que nunca viajamos, ni cuanto nos calentaba la manta del sofá en el que nunca nos tumbamos. No recuerdo cuantas velas tenía la tarta que no nos comimos, ni la fecha en la que no celebramos nuestro encuentro. No se donde están las miradas a los ojos que no miramos y las veces que no nos echamos de menos ni de más. No se a donde van las carreteras por las que no pasamos, ni donde está la lluvia que no nos mojó mientras no paseábamos por París. No se donde están las estrellas que no vimos brillar tumbados en la hierba. No lo se, pero quiero creer que todos los recuerdos de las cosas que nunca hicimos han formado un gran agujero negro en el espacio. Allí está todo, y cuando lo descubran les diré que le pongan tu nombre y el mío. Aunque el tuyo tendrás que decírselo tú porque yo tampoco se donde está. Seguramente esta allí, en nuestro agujero negro.

Viento


Hoy el color en mi ciudad es color de viento, lo escucho, mueve ventanas y árboles, no lo veo, es de noche, de día si te fijas puedes verlo. La forma del viento es caprichosa, cambia constantemente, tiene mil formas. Cuando lo ves pasar, no ves solo un viento, ves miles de vientos. Unos son fuertes, tienen montones de brazos que golpean farolas, edificios y tejados. Otros más pequeños que acarician la ciudad, pasan con cuidado, sin hacer daño, al revés, aliviando. Hoy el viento tiene poderosos brazos que te golpean la cara sin parar.

Peztuerto

A un


se le cayó un sin querer


y como no veía bien
se lo comió pensando que erea un



Movierecord

ME GUSTA el Movierecord. La primera vez que fui al cine con una chica yo tenía 16 años. Se llamaba Laura y coincidimos un verano en un pueblo del Mediterráneo en el que había una pequeña sala. Supongo que la propuesta de ir a ver una peli saldría de ella, si me recuerdo con esa edad casi puedo asegurar que yo no tenía la valentía para proponerle a una chica ir al cine. El cine a esos años es un lugar donde si vas con tus amigos puedes hacer el gamberro ya que te sientes protegido por la oscuridad y puedes comer palomitas hasta reventar. En cambio si vas con una chica… crees que pueden ocurrir cosas increíbles generadas por las hormonas adolescentes, como darle la mano, notar su pelo cerca de tu cara y por supuesto el beso. Recuerdo dos cosas de aquella tarde, el miedo espantoso que tenía y el Movierecord. No recuerdo ningún beso. Así que veinte años después, cada vez que he ido al cine y ponen el Movierecord, me sonríen los recuerdos y siento el miedo de aquella tarde de verano.

Colores

El t e rr e m o t o agitó
el arcoiris
y se mezclaron
todos los colores.
Nunca más se volvió a ver.

Paciencia



Paciencia le había abandonado meses atrás. Vivía en un mundo creado de nervios, que hasta su Sombra, cansada de tanta agitación y de no poder seguirle en la vida, también le había dejado. Le avisó, pero como no pudo pararse a escucharla, no le hizo ni el más mínimo caso. Así que un día su Sombra se quedó en la cama y no se levantó, y él, preso de sus nervios salió a la calle, a recorrerla sin rumbo, sin sentido, sin Sombra. Se enfadaba cada mañana con el despertador por no sonar antes de la hora que el mismo había fijado. Nunca llegaba a afeitarse del todo, media cara se quedaba llena de pelos, por esto iba alternando la mejilla cada día. Caminaba como si le persiguiera la muerte, si iba en el bus se bajaba antes porque no soportaba tantos semáforos y paradas, no terminaba ni un café, ni una comida, había adelgazado tanto que la ropa que llevaba parecía robada de un contenedor de ropa usada. Un día se cruzo con Paciencia y aunque no la vio, ella asustada y sintiéndose culpable, corrió detrás de él hasta que le dio alcance y le abrazó tan fuerte que lo tuvo paralizado más de dos horas. Sin prisa, camino de casa se tomo un café y media docena de churros, se paró a hablar con el vendedor de lotería y aún tuvo tiempo de sentarse en un banco del paseo a ver pasar la vida. Al llegar a casa charló con su Sombra, y fue Paciencia la que la convenció para que se levantara de la cama y le siguiera, eso si solo los días de cielo azul y sol radiante que son los únicos días que les gustan a las Sombras. Ahora le gusta, pacientemente, contarle a la gente que su Sombra no es robada, que es mucho más gorda que él porque un día le abandono La Paciencia...

lunes, 3 de marzo de 2008

Peces de colores




ME GUSTAN los peces de colores. Tengo un armario pintado con estrellas de mar y caracolas que me llevo en todos los traslados. Está lleno de cajones, y estos llenos de recuerdos. A veces me meto en ellos. Unas veces me pongo el pantalón corto y abro el cajón de mi niñez, otras escucho canciones de Loquillo y entro en mi adolescencia. Me siento en el seiscientos de mi padre y me mareo camino de Alicante. En alguno de ellos entro con una botella de vino para celebrar y en otros con tres botellas para olvidar. Unos están cerrados con llave y candado. Los cerré y tiré las llaves al mar. En otros respiro el olor a bebe recién nacido, escucho su llanto y abrazo a una niña con carita de susto. En muchos me pongo la mochila y viajo de país en país. En otros lloro como un niño siendo un adulto. Encuentro noches de amor y pasión y días de desamor y dolor. En uno de ellos suena la marcha nupcial, en otros la salsa y la cumbia. Si te asomas de noche, en uno de ellos verás luciérnagas alumbrando campos de maíz. En otro ponerme el casco de la moto y después salir volando. En otros entro con muletas. Me abrigo para meterme en los días de cierzo. Y cuando quiero tener un recuerdo que no altere mucho mis emociones, me pongo las aletas y las gafas y me tiro al mar a ver peces de colores. Nos miramos y nos reímos de todas las llaves que están allí en la arena del fondo, sobre todo el pez payaso, ese mejor que nadie sabe que las llaves del fondo del mar son de los recuerdos que no quiero recordar.

Refugios


Me gustan los refugios. Mi padre nació el año en que comenzó la guerra civil y mi madre un año antes. Fueron niños de la posguerra. Niños de zapatos rotos y guisos de patatas. Cuando empezaban a ser adultos, cada uno de ellos encontró un refugio. Mi padre entró a trabajar de botones en un banco cuando era adolescente. Después aprendería cosas de números y de viejas máquinas de escribir. Fue su refugio durante 46 años. Mi madre encontró el suyo en un convento. Rezar, trabajar en la cocina, en el huerto y en la granja. Cuando tenían 30 años, mi madre abandonó para siempre aquel refugio y encontró otro al lado de mi padre. Lo construyeron juntos. También encontraron otro en la parroquia, en la Iglesia. Yo no voy por la Iglesia, no tengo pareja para construir un refugio, ni un trabajo. Cada uno buscamos el nuestro y yo he encontrado algunos en los que estoy calentito cuando hace frío y me protejo de las bombas cuando aparecen por sorpresa los aviones en el cielo. Suenan las sirenas y yo corro para que no me pille la explosión. Ahora las bombas no llevan metralla. Cuando explotan, esparcen desencuentros, miedos, recuerdos y futuros negros, y sobre todo hacen desaparecer el presente. Pero yo corro todo lo deprisa que puedo para protegerme. Al fin y al cabo soy hijo de aquellos niños de posguerra que crecieron entre escombros de casas derruidas y refugios antiaéreos.

Amigdalas


Me gustan las amígdalas. De pequeño se me infectaban con una frecuencia alarmante. Tengo tres recuerdos de aquello. Los paños de agua fría en la frente para bajarme la fiebre, a mi súper madre, que por alguna extraña razón sabía poner inyecciones, y los comics que me traía mi abuela cada vez que estaba enfermo. En aquellos años sólo recibía regalos para Reyes, por mi cumpleaños y cuando estaba malo. Así que crecí con Mortadelo y Filemón, Asterix, Zipi y Zape, Super López, Anacleto agente secreto y otros locos personajes. Fui de aquella generación de niños que pasó por el quirófano para extirparle las amígdalas y que nos dejaron la garganta como una autopista de tres carriles. Ahora, afortunadamente, ya no se opera tan alegremente como entonces. Con nueve años me operaron la primera vez y con diez la segunda. Una amígdala no la quitaron bien, así que disfruté de un año extra de comics. Y fue justo en ese momento cuando descubrí el trueque. En la misma calle donde yo vivía, abrieron una tienda para cambiar tebeos. Cada cambio cinco pesetas. El local era viejo y el viejo que llevaba el negocio era un hombre calvo, con pelos en la nariz y muy mal humor. Parecía sacado de aquellos comics usados que se apilaban en las estanterías grises de su tienda. En varias casas en las que he vivido ya de mayor, he empapelado alguna pared con comics. Ahora los compro en el rastro de cosas usadas que ponen los domingos cerca de la plaza de toros. Ya no tengo amígdalas, ni abuela que me los regale. Ya no existe aquella tienda y supongo que tampoco aquel viejo gruñón. Pero en esas paredes empapeladas quedan trocitos de mis amígdalas, de mi abuela y de los años felices en que cambiar un comic sólo costaba cinco pesetas.

Luna


Me gusta la luna. Siempre me ha parecido mágico el ciclo lunar. Una vez una amiga me dijo que no intentara entender a las mujeres, simplemente que aceptara que seguían el mismo ciclo de la luna y que por eso eran tan cambiantes e impredecibles. De pequeño me construía pelotas con el papel de aluminio que usaba mi madre para envolverme el bocadillo. Me gustaba mirar la luna llena y lanzarle mi pequeña pelota artesanal. Con cada lanzamiento pensaba que le hacía un cráter nuevo al impactar en ella. La pelota subía, rebotaba en la luna y volvía a caer. Si la luna tiene tantos cráteres es por mi pelota de papel de aluminio. Por aquella época ponían en la televisión la serie V, así que yo tenía mucho cuidado de no darle a Marte y que después vinieran esos lagartos que comían ratones a mi casa a quejarse de mi juego. Una vez la lancé y nunca regresó. Miré por si se había colgado en algún balcón o había caído detrás de algún muro, pero no estaba. Lo más probable es que no la lanzara con la fuerza suficiente como para que después de hacer un cráter volviera a caer. Así que allí debe de estar mi pelota, incrustada en la luna. Nunca quise contribuir a generar basura espacial pero parece ser que lo hice. Es posible que un día una mujer, tan hermosa como la luna llena, llame a la puerta de mi casa y me devuelva mi pelota de papel de aluminio. Porque como dice mi amiga, las mujeres son como la luna, cambiantes e impredecibles.

Abrazos




ME GUSTAN los abrazos. Los largos y los cortos. Los abrazos en equilibrio de los borrachos. Los mojados dentro del mar. Los secos debajo de un paraguas. Los horizontales en un sofá. Los de pésame en un entierro. Los de los hinchas por una victoria. Los abrazos lejanos de las bodas con una tía segunda. Los que recibo en un mensaje del móvil. Los que se dan los abuelos. Los abrazos a los árboles. Los felices de un reencuentro. Los tristes de una estación de autobús. Los abrazos de invierno debajo de tres mantas. Los que tienen lágrimas saladas. Los del día de mi cumpleaños. Los que duran un trayecto de autobús. Los que dan garrampa. Los de una escalera mecánica a diferentes alturas. Los que tienen sexo. Los de abrigo, guantes y bufanda. Los incómodos. Los de terror en el cine. Los abrazos que no di. Los que tienen tos y fiebre. Los de hierba y amapolas. Los de un banco de madera en una plaza. Los que no puedo olvidar. Los que he olvidado. Los abrazos en la parte de atrás de un taxi. Los que me doy yo solo. Los que tienen arena del desierto. Los abrazos a una estatua para sacarte una foto. Los abrazos a tres. Los que me daban mis padres cuando era sólo un feto. Los que huelen a humo y saben a cerveza. Los que duelen. Los abrazos inmóviles al sol. Los abrazos por la espalda. Los que no tienen palabras. Los que se dan en el camerino de un teatro. Los sinceros y los hipócritas. Los que vienen acompañados de un “te quiero”. Los que no le puedo dar a los peces. Los que dan los niños a un muñeco. Los de mi primo. Y sobre todo los que me da Andrea.


Ilustracion de Rosa Blanca