sábado, 19 de abril de 2008

8

Me gusta el 8. Una mañana un 3 se miró al espejo y se vio tan rellenito y tan completo que se gustó. Así que desde entonces se convirtió en el 8. Para eso existen los espejos, para que te guste lo que ves en ellos. A los treses no les gustó nada y el 8 fue expulsado de la familia de números dejando de tener la consideración de número primo. No existen 8 colores del arco iris, ni 8 pecados capitales, ni 8 maravillas del mundo, ni 8 vidas tiene un gato. E incluso a los que necesitan ponerse un 8 en los ojos para ver bien se les llama 4 ojos, en lugar de 8 ojos. El 8 es tan bonito, que cuando se tumba para descansar se convierte en infinito. A la lluvia también le gusta el 8. Cada gota de agua se junta con otra en los charcos, en los ríos, en los lagos y en el mar para dibujar ochos perfectos que duran solo un instante. Los niños se comen ochos de sabores derritiéndose en cucuruchos de galleta. Si la tierra tuviese dos lunas, estarían juntas, una encima de la otra haciendo equilibrios mientras crecen y decrecen, formando un 8 blanco cuando estuvieran llenas. A la semana le falta un día, el octavo. Ese día en el que si te miraras al espejo te verías completo y te gustarías. Ese día en que harías pompas de jabón en la bañera, inventando ochos que mueren cuando los tocas. El diccionario dice que el 8 es el número natural que sigue al 7 y precede al 9. Demasiado simple, ¿verdad?

jueves, 17 de abril de 2008

Sofía



Me gusta lo que pinta Sofía. Sofía pinta cada noche una gran sábana y se acuesta enrollada en ella como un capullo de mariposa. Antes de acostarse, cuando el ritmo de cada día se reduce y puede dedicar tiempo a las cosas que siente, cierra los ojos y pinta con pinceles que no existen, pinceles muy largos y elegantes. Pinta sus miedos al cambio y sus inseguridades. Sus ganas de beberse la vida, con sorbos pequeños, disfrutándola. Pinta su deseo de amar y ser amada. Pinta unas alas muy grandes para volar. Pinta un beso de mujer, transformado en magia y sueños. Cada día se acuesta y se enrolla en su tela recién pintada. Cada noche desea soñar que a la mañana siguiente saldrá de su capullo convertida en una hermosa mariposa y ya no tendrá que dibujar cada noche una sábana y enrollarse en ella. Se que todo esto que te he contado de Sofía es verdad, porque ella lo cuenta en sus pinturas. Sofía pinta a Sofía, y a mi me gusta.

Vasos


Me gustan los vasos. Cuando íbamos los domingos al campo, mi madre llevaba siempre un vaso de plástico plegable para beber. Estaba hecho de círculos concéntricos, cada uno más pequeño que el anterior. Se podía hacer un vaso grande con él o reducirlo como si cerraras un acordeón. Los vasos son como las relaciones humanas. A veces, cuando lo estás limpiando se te cae y se hace añicos. Otras, sin saber muy bien el porqué, está en la fregadera y explota. Soy de letras y estas cosas de la ciencia no llego a entenderlas. También puedes romper con rabia un vaso contra la pared. Intentar pegar los trozos rotos de un vaso es imposible. La primera dificultad está en recuperarlos todos. Algunos se meten debajo de la lavadora o del frigorífico. Y si los tienes todos es imposible pegarlos y construirlo de nuevo. Además en el intento te puedes cortar en un dedo. Es extraño cuando te cortas. El dolor no es grande pero escuece y sobre todo sangra mucho. A las semanas de que se te haya roto, aun siguen apareciendo trocitos de cristal en algún rincón. No se porque se rompen las relaciones humanas, ni porque los amigos explotan en mil pedazos como los vasos, pero lo más normal es que te cortes y acabes sangrando si te empeñas en pegarlos. Nunca lo entenderé, porqué la razón es más de ciencias y las emociones son más de letras, como yo. No se si todavía venderán vasos como aquel que tenía mi madre, pero creo que debería buscar uno porque estoy cansado de que se me rompan los vasos de cristal.

Armarios

ME GUSTAN los armarios. Compartía con mi hermano habitación y un armario hecho a medida. Dentro estaba toda nuestra vida, ropa, libros, fotos, juguetes y dos camas abatibles que cada noche sacábamos y cada mañana mi madre recogía guardando sueños y cansancio pegado a los colchones. Los sueños pasaban el día encerrados, se iban acumulando entre las maderas. Por la noche venían todos a saludarme cuando ya estaba dormido, por eso se repetían tanto. El sueño que más me gustaba era uno en el que de repente me acercaba a una gran pendiente y salía volando. El corazón subía hasta la garganta, por eso no podía gritar, como cuando íbamos en el SEAT 124 de mi padre por la vieja carretera de Huesca y pasabas por los cambios de rasante. Mamaaaaaaaaaaaaaa, gritaba cuando me saludaba el sueño de terror, y mi madre en camisón se sentaba en la cama, me daba la mano y me preguntaba, ¿a qué tienes miedo?, nunca supe contestarle. En la adolescencia me levantaba soñando, decían que era sonámbulo. Ahora se que no es cierto, que cuando no quería que me saludaran todos los sueños como cada noche, cogía uno y me iba a otra a habitación de la casa, lejos de aquel armario donde sin que nadie lo supiera se amontonaban miles de sueños de historias de miedo, amor y aventuras.

Tiovivo

Me gusta el Tiovivo. Ahora los Tiovivos tienen coches de bomberos, naves espaciales y dinosaurios. Cuando era pequeño sólo tenían caballos que subían y bajaban. Yo miraba el caballo que más me gustaba mientras esperaba. Cuando paraba, salía corriendo para subirme en él y que nadie me lo quitara. Le entregaba la ficha al feriante y me disponía a tener tres minutos de felicidad absoluta a la vez que daba vueltas y vueltas, y saludaba a mi madre con la mano cada vez que pasaba por delante de ella. En el Tiovivo, los caballos de detrás parecía que te estaban siguiendo, pero nunca te alcanzaban. Mi madre sonreía y saludaba. Ahora soy yo el que está mirando y saludando a mi hija. No se si mi hija siente que le persigue el coche de detrás, ni se si siente esos tres minutos de felicidad absoluta que yo sentía. De lo que estoy seguro es que yo no sonrío como lo hacía mi madre. A veces, cuando la vida no es un Tiovivo de caballitos que suben y bajan, me gustaría estar subido en uno de ellos y tener la certeza de que todos los momentos de dudosa felicidad no me alcanzarán nunca porque allí esta mi madre, sonriéndome.

Libros

ME GUSTAN los libros. Los libros son como el amor. No sabes como aparece, pero un día cae un libro en tus manos que no olvidarás nunca. Hay libros que desde la primera línea te atrapan, no puedes dejarlos. Estás ensimismado, cualquier cosa cotidiana que te pasa te recuerda a la historia que lees. Aparece en tu mente constantemente y sólo deseas leer. Les cuentas a tus amigos que estás leyendo un libro precioso, que has tenido la suerte de encontrar uno que te ha enganchado desde el principio. Esto sólo pasa con algunos libros al cabo de la vida. Los que más me gusta que me enganchen son los desconocidos, huyo de los súper ventas, esos con tapas duras y mucha publicidad. Deseas que ese libro tenga más de 1000 páginas, no quieres que termine nunca pero no puedes parar de leerlo. Cuando se va acercando el final, te resistes, miras las hojas que te quedan y cuando lees la ultima frase lo cierras y con la mirada perdida te invade una sensación de vacío, de tristeza por haber llegado al final. Esos libros ya forman parte de tu vida para siempre. Nunca he leído un libro dos veces. Lo leído, leído está. Aunque no los haya vuelto a leer, los guardo entre polvo y más libros. Forman parte de lo que soy. No se que libros encontraré en la vida, algunos posiblemente no están ni escritos, pero se que me atraparán y me harán soñar. Lo dicho, como el amor.

Mariposas

ME GUSTAN las mariposas. Cuando éramos pequeños mi padre nos ponía diapositivas de seres vivos. Había mamíferos, peces, aves e insectos. Como si fuera un profesor nos explicaba una a una cada imagen. Mariposa: Seis patas, cuatro alas y una trompa capaz de succionar líquidos que se enrolla en espiral, decía mi padre, Las mariposas son muy delicadas, no debéis tocarlas, porque tienen polvo mágico en sus alas, y si lo pierden ya no pueden volar nunca más, terminaba diciendo. Siempre me ha parecido que las mariposas bailan ballet. No se mueven rápido, se exhiben. Vuelan despacio para que las miremos. El fabricante de mariposas las hizo para que nos mostraran la belleza y el color. Cuando se posan en alguna parte, aletean suavemente las alas, muy despacio, como cuando una modelo llega al final de la pasarela y se muestra para que todos la miremos.

Una vez, un hombre dedicó su vida a recoger polvo de mariposa. Cuando encontraba a un hombre sin sueños, le echaba polvos mágicos de mariposa para que fuera un soñador. Si se cruzaba con una mujer sin ilusiones, o con un niño sin ganas de reír, o con un anciano sin ganas de vivir, esparcía aquel polvo como lluvia del arco iris. Ayer quedé con él. Debió ver en mí al hombre, a la mujer, al niño y al anciano, porque me regaló el pequeño saco donde guarda su tesoro. Si necesitas polvo mágico, yo tengo un saco. No se lo quites a las mariposas, dejarían de bailar ballet.

Verano

ME GUSTA el verano. Cuando era niño y llegaba el buen tiempo, nos poníamos los pantalones cortos. No eran como ahora, eran otras modas, horteras, muy horteras, pero además era un signo de que faltaba poco para el verano. Se me llenaban las rodillas de postillas, ese era otra señal muy visual de que había llegado el buen tiempo. En lugar de romper los pantalones largos y llevar parches en las rodillas del pantalón, las nuestras sufrían los juegos y las caídas. Y por supuesto los exámenes finales. Las ventanas bien abiertas para que 44 niños pudieran respirar. Eran grandes, de colegio antiguo. Un día, el viento me robó un examen. No lo hizo con malicia, sólo estaba jugando. Era un viento pequeño. No se si llevaba mucho tiempo enfrente de la ventana en la que yo tenía mi pupitre o pasaba por allí. Tal vez al verme decidió jugar con aquel niño que sostenía un examen en las manos. Nos lo habían dado corregido para que viéramos los fallos que teníamos. Era de matemáticas. Estaba escrito con rotulador rojo, un 8. Yo debía estar pensando en el campamento, en la piscina, en ver a mis primos cuando el viento me quitó el examen. Vi como se lo llevaba, como le daba vueltas por el aire sin dejarlo caer hasta que decidió jugar con un sombrero de un señor que pasaba por la calle abandonando mi examen a la caída libre. Si por lo menos me lo hubiera devuelto, no tendría que haber ido a contarle al Sr. Zapata el problema del robo. En verano lo vuelvo a ver. Alguna noche cuando estoy en la cama se asoma y me mira. El viento no tiene mucha memoria, seguro que no se acuerda de mí, ni de mi examen. Este verano cuando lo vea le recordaré que cuando tenía pantalones cortos y postillas en las rodillas me robo un examen de un 8.

Mano izquierda

Me gusta escribir con la mano izquierda. Mis manos son delgadas y huesudas como yo. Manos de adulto. Las dos se han hecho grandes a la vez. No encuentro muchas diferencias entre las dos. En realidad sólo encuentro una. Aprendí a hacerlo todo con la derecha. Con ella como, escribo, recorto con tijeras, señalo, limpio los platos y las sartenes, marco los números en el teléfono, cojo la taza de café, llamo al timbre, pongo la tele, muevo el ratón, me lavo los dientes, abro las puertas, y por supuesto pinto. Todo esto lo hago con mi mano derecha que no deja lugar a la duda de que soy una persona adulta. A veces demasiado. A veces necesito volver a ser aquel niño flaco con flequillo que jugaba a ser mayor, que se creía todos los cuentos, que se equivocaba en sus juegos y volvía a intentarlo porque todo era eso, un juego. Y no he encontrado otra manera mejor que pintar con mi mano izquierda, la que se hizo grande pero no aprendió todo lo que sabe la derecha y se frustra cuando no lo hace bien. La que conserva una parte de mi niño. Con la mano izquierda pinto soles amarillos que no son redondos, sirenas que no son hermosas y flores que no existen. Firmo esos dibujos con las cuatro letras de mi nombre, pero cada una tiene un tamaño diferente, y no me frustro. Y así, pintando con una mano que sólo creció en tamaño, vuelvo a tener aquel flequillo sobre los ojos y una mirada de niño flaco.

Amigos imaginarios

Me gustan los amigos imaginarios. Mi hija tiene una colección de pelotas locas, esas pequeñas que dan botes impredecibles. Las sacamos de una máquina que hay en la puerta de un bar o de una papelería a 0´50 céntimos. Echas la moneda y cae girando por un túnel en espiral. Si sale una que no tiene, se pone muy contenta. Andrea también tiene un museo en casa. Le gusta pintar. Acuarela y tinta china. Colgamos los cuadros en unos hilos de nylon con pinzas pequeñas de colores que hay en una pared del salón. A veces vamos a museos, pero esos señores a caballo, vestidos de militares del siglo XVIII, no le hacen mucha gracia. También tiene miedos. Creo que también los colecciona. Aunque no echa monedas en ninguna máquina, los saca de su enfermedad, del hospital, de los médicos, nefrólogos y urólogos, de las sondas que le recuerdan cada cuatro horas que el miedo existe. Tiene suerte, vive en dos casas con dos cuartos para ella sola. Muy diferentes. Por cada una de ellas pasean emociones, dolores y también amores distintos. A veces se lleva cosas suyas de una casa a otra. Hay una cosa que siempre va con ella. Su amigo imaginario. Se llama Pequeño, porque es más pequeño que ella. Juega con él, le habla, y si a Andrea se le cae algo al suelo dice que ha sido Pequeño, que se porta muy mal y que además es un pequeño. Yo he adoptado al amigo imaginario de mi hija. Me gustaría que se llevaran bien y que fueran amigos durante muchos años. Me gustaría que siguieran sacando pelotas locas de esas máquinas, que llenaran la casa de pinturas y dibujos, que vivieran juntos los miedos y que pasearan por las dos casas los dolores, emociones y amores. Para eso están los amigos, ¿no?

Pantalones

ME GUSTAN los pantalones que tienen botones y no cremallera. Cuando era niño pasábamos los veranos en la piscina. Mis padres eran socios de una y aunque yo soñaba con ir de vacaciones a la playa, al final no se estaba tan mal allí. Una tarde me ocurrió algo espantoso. Quítate el bañador que está mojado y ponte el pantalón, me dijo mi madre. Supongo que saldría de casa con el bañador puesto y no tendría calzoncillo para cambiarme. Con 7 años no necesitas un vestuario para quitarte el bañador, así que te quedabas desnudo en cualquier lugar. Da igual como te vistas o te peines, las madres siempre te dan su toque final. Ven que te subo la cremallera y te peino, me dijo mi madre después de darle el toque final a mis hermanos. Pero la cremallera se quedo a mitad, atascada con la piel de mi infantil pene. Mi madre intentaba solucionar aquello mientras yo chillaba. Lo peor vino a continuación. Enseguida aparecieron otras madres, les encanta ayudarse entre ellas y dar consejos sobre las cosas que nos pasan a los hijos. El Batallón de Madres en Ayuda debió de tardar más de una hora en dar su toque final con aquella cremallera. Cuando tenía 15 años, y ya había dado el estirón, heredé un pantalón vaquero con botones en la bragueta de mi primo Javier. Era un Levis 501 desgastado. A mi no me importó, al revés, fueron mis pantalones preferidos durante la adolescencia. Cremalleras, Nunca mais.

Colchones de lana

Me gustan los colchones de lana. En el Primero D vivía la señora Carmen. Era una mujer viuda y bastante callada. Siempre me pareció una abuela, posiblemente no era tan mayor pero vestía de negro y creo que nunca la vi sonreír. Tenía una terraza grande separada de la de la señora Leonor por un pequeño muro y una verja. Las dos daban a un patio interior, al igual que las galerías de los pisos superiores. Cada verano llegaba el colchonero y la señora Carmen prestaba la terraza para que los vecinos bajaran sus colchones de lana. Mis padres tenían uno de matrimonio. Después de todo un año, el colchón tenía sus dos siluetas hundidas en la lana. Se podría haber sacado un molde de sus figuras. Siempre que veo una película donde la policía marca la figura de un muerto en el suelo, me acuerdo de ese colchón. El colchonero llegaba con sus varas y su cardadora. Lo desarmaba por un extremo, sacaba la lana, la cardaba, la dejaba secar y la desenredaba. Trabajaba rápido. Yo me sentaba en la galería, metía las piernas entre los barrotes y observaba todo lo que hacía desde el tercer piso. Cuando terminaba volvía a meter la lana de nuevo y lo cerraba. Las siluetas desaparecían y el colchonero también. Mi colchón no es de lana, la señora Carmen ya no vive y ya no existen colchoneros. Es una pena, porque si tuviese uno, algún colchonero podría haber quitado las siluetas que hay en mi colchón. En los colchones de muelles las siluetas quedan para siempre y aunque le vaya dando la vuelta al mío de vez en cuando, las veo tan claras que podría dibujarlas igual que hacen los policías en las películas.

miércoles, 9 de abril de 2008

Vías del tren


Me gusta caminar por las vías del tren. Siempre me ha gustado deslizar mis pies en la vía desgastada del tren por el paso de los vagones. Cada vía tiene otra paralela. Da igual cual sea el recorrido que haga, su compañera hace exactamente la misma. Las vías del tren no tienen ángulos, trazan líneas curvas, ondas suaves por las que es cómodo caminar. Cómodo si, pero en equilibrio. Si alguien va en la vía paralela y te da la mano, todo es más sencillo y el equilibrio mas fácil. A veces llegas a un cruce de vías y la otra persona decide seguir sola y parece que ya no sabes caminar. En otras ocasiones llegas a una estación y cambias la dirección porque tu destino es otro y vuelves a caminar solo, en máximo equilibrio. Muchas otras pasa un tren despacio o a toda velocidad, te sueltas y tienes que bajar de la vía para que no se te lleve y cuando sólo queda de él ese olor que dejan los trenes y vuelve el silencio, piensas si subirte a la vía de nuevo y buscar a alguien que haga tu mismo camino para seguir o estar un tiempo mirando las rojas amapolas que crecen entre las piedras de las vías. No he caminado con demasiadas personas por las vías del tren, pero con todas ellas valió la pena porque siempre me dieron la mano, y además, yo nunca tuve un buen equilibrio.

martes, 8 de abril de 2008

Ruido


Me gusta el ruido. Mi primo Luis vive a 250 kilómetros de mi ciudad. Eso no es un problema porque como él dice, yo estoy presente siempre a su lado. Mi primo mide 2 metros y calza un 50. Es un tipo grande, así que todo en él es grande. Su risa, sus lágrimas, su estómago, sus emociones, sus manos, su ansiedad, su tibia y su peroné, sus sueños, sus frustraciones, sus abrazos, su pecho, sus despistes, sus prisas, sus pantalones, su amor, sus calcetines, sus regalos, sus ganas de enterarse en que consiste esto de vivir, sus miedos, su cariño, sus viajes, su entrega, su manera de actuar en el teatro, y por supuesto su ruido. Mi primo hace mucho ruido. Cuando camina, cuando toca algo, cuando esta quieto. Mi primo es una gran caja de ruidos. Una caja grande de 40 años pintada de colores. A mi me gusta. No me molesta. Aunque él no se haya dado cuenta, hace todos esos ruidos para que yo los escuche y no me pierda de su lado, En realidad no me hace falta, no necesito verle ni escucharle para estarlo. Si un día te encuentras con una gran caja de ruidos con una gran sonrisa, ese es mi primo, y yo a su lado.

miércoles, 2 de abril de 2008

Chupa-Chups


Me gustan los Chupa-Chups. Teníamos 14 años y nos estaba cambiando el cuerpo, la voz y soñábamos con hacer las cosas que hacían los adultos. Del apellido no me acuerdo pero su nombre era Javi. Iba a mi clase en el instituto y presumía de tantas cosas que era imposible creerle. Le escuchábamos con cierta envidia aun sabiendo que nada de lo que contaba era cierto. Un día nos explicó como había que darle un beso a una chica. Sus instrucciones fueron claras, “hay que ladear la cabeza siempre a la derecha y hacer círculos con la lengua”. Estaba claro que no sabía nada de besos pero nosotros tomabamos buena nota de sus explicaciones. Tres años más tarde besé a una chica en un autobús que iba de La Coruña a Santiago de Compostela. Era muy guapa y la tenía sentada al lado. Sacó un Chupa-Chups de naranja, le quitó el envoltorio y se lo metió en la boca. ¡Quién fuera Chupa-Chups! pensé. Al poco rato se lo sacó de la boca y sujetándolo por el palo me dijo ¿quieres? Acepté temblando. Lo saboreé como si saboreara su boca. Aquel Chupa-Chups había recorrido sus labios y su lengua. ¿Acaso no era aquello un beso? Para mi lo fue. No nos hacía falta echar la cabeza al lado derecho ni dar vueltas con la lengua para darnos aquel beso. Lo intercambiamos varias veces. Cada vez era más pequeño. El beso de caramelo de naranja tenía un final anunciado que yo no quería que llegara. Se podría decir que nos comimos a besos sin tocarnos. En aquel autobús aprendí que los besos tienen colores y sabores. Desde entonces he besado y me han besado. He tenido besos rojos y apasionados, otros negros como la noche. Besos que saben a piel y otros que saben a ron. Besos eternos, besitos y besazos. Besos de película, besos salados y besos amargos. Pero el beso más dulce fue aquel con un Chupa-Chups de naranja del que sólo quedo un palito blanco. No me cabe duda que aquel compañero de clase del que no me acuerdo su apellido, no sabía nada de chicas y mucho menos de besos.