Me gusta escribir con la mano izquierda. Mis manos son delgadas y huesudas como yo. Manos de adulto. Las dos se han hecho grandes a la vez. No encuentro muchas diferencias entre las dos. En realidad sólo encuentro una. Aprendí a hacerlo todo con la derecha. Con ella como, escribo, recorto con tijeras, señalo, limpio los platos y las sartenes, marco los números en el teléfono, cojo la taza de café, llamo al timbre, pongo la tele, muevo el ratón, me lavo los dientes, abro las puertas, y por supuesto pinto. Todo esto lo hago con mi mano derecha que no deja lugar a la duda de que soy una persona adulta. A veces demasiado. A veces necesito volver a ser aquel niño flaco con flequillo que jugaba a ser mayor, que se creía todos los cuentos, que se equivocaba en sus juegos y volvía a intentarlo porque todo era eso, un juego. Y no he encontrado otra manera mejor que pintar con mi mano izquierda, la que se hizo grande pero no aprendió todo lo que sabe la derecha y se frustra cuando no lo hace bien. La que conserva una parte de mi niño. Con la mano izquierda pinto soles amarillos que no son redondos, sirenas que no son hermosas y flores que no existen. Firmo esos dibujos con las cuatro letras de mi nombre, pero cada una tiene un tamaño diferente, y no me frustro. Y así, pintando con una mano que sólo creció en tamaño, vuelvo a tener aquel flequillo sobre los ojos y una mirada de niño flaco.
1 comentario:
:-)
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