Me gustan los refugios. Mi padre nació el año en que comenzó la guerra civil y mi madre un año antes. Fueron niños de la posguerra. Niños de zapatos rotos y guisos de patatas. Cuando empezaban a ser adultos, cada uno de ellos encontró un refugio. Mi padre entró a trabajar de botones en un banco cuando era adolescente. Después aprendería cosas de números y de viejas máquinas de escribir. Fue su refugio durante 46 años. Mi madre encontró el suyo en un convento. Rezar, trabajar en la cocina, en el huerto y en la granja. Cuando tenían 30 años, mi madre abandonó para siempre aquel refugio y encontró otro al lado de mi padre. Lo construyeron juntos. También encontraron otro en la parroquia, en la Iglesia. Yo no voy por la Iglesia, no tengo pareja para construir un refugio, ni un trabajo. Cada uno buscamos el nuestro y yo he encontrado algunos en los que estoy calentito cuando hace frío y me protejo de las bombas cuando aparecen por sorpresa los aviones en el cielo. Suenan las sirenas y yo corro para que no me pille la explosión. Ahora las bombas no llevan metralla. Cuando explotan, esparcen desencuentros, miedos, recuerdos y futuros negros, y sobre todo hacen desaparecer el presente. Pero yo corro todo lo deprisa que puedo para protegerme. Al fin y al cabo soy hijo de aquellos niños de posguerra que crecieron entre escombros de casas derruidas y refugios antiaéreos.
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