ME GUSTA la peluquería. Desde que nací, mis padres me llevaron a la misma peluquería. Una antigua sólo para hombres. Los peluqueros eran dos hermanos, los dos calvos, aunque el más mayor usaba peluquín. El más joven y sin peluquín era de esos peluqueros que saben de que hablar con los clientes. Incluso con un niño. Me hacía preguntas que yo contestaba educadamente. Opinaba de todo. Mi padre y mi hermano también iban a la misma peluquería., así que yo creía que sabía un montón de cosas de mi familia. Me incomodaba tanta conversación. Yo prefería que me tocara el del peluquín. Era reservado y apenas hablaba. Era más relajado cortarse el pelo con él.
No había que pedir hora como se hace ahora. Llegabas y te sentabas en unas viejas sillas a esperar. Siempre estaba llena de gente. Para hacer más agradable la espera, en una mesita había algo de lectura. Tebeos, revistas y el periódico. De pequeño cogía los tebeos de Mortadelo y Filemón o de Zipi y Zape. Fui creciendo y poco a poco me adentré en la lectura de los adultos. El Heraldo de Aragón y Cambio16. Había otra revista que yo miraba y no me atrevía a ojear. Era Interviú. Una revista prohibida para los niños. En la portada siempre había mujeres enseñando los pechos. Mujeres, que cuando empiezas la adolescencia, te parecen tan diosas como imposibles y te conformas con mirarlas en las revistas. Fui creciendo y con toda la vergüenza del mundo me atreví a abrir el Interviú y deleitarme con aquellas fotos. Aunque nunca se lo conté al cura que nos confesaba en el colegio todos los jueves, me sentía absuelto de todos los pecados porque tanto yo como Dios sabíamos que aquello no estaba bien, o eso creía al menos. La culpa estuvo presente en toda mi infancia y después no fue fácil sacudirla de la ropa. El peluquero que hablaba tanto, cuando hacía alguna pausa, se rascaba la cabeza con el peine y miraba a través del espejo a los clientes que mataban su tiempo con la lectura. A veces sentía que me miraba fijamente. Veía sus ojos en el espejo. La mirada a través de un espejo es mas profunda que una normal. Yo interpretaba su mirada e intentaba leer sus pensamientos mientras tenía el Interviú entre las manos. El caso es que me hacía sentir culpable por aquello y por no contárselo al cura.
Cuando me iba, ya con la cabeza bien rapada y mostrándole mis grandes orejas al mundo, siempre me decía lo mismo, si tu madre lo quiere mas corto, vuelves por aquí. Yo habría vuelto cada tarde, pero no para cortarme el pelo.
No había que pedir hora como se hace ahora. Llegabas y te sentabas en unas viejas sillas a esperar. Siempre estaba llena de gente. Para hacer más agradable la espera, en una mesita había algo de lectura. Tebeos, revistas y el periódico. De pequeño cogía los tebeos de Mortadelo y Filemón o de Zipi y Zape. Fui creciendo y poco a poco me adentré en la lectura de los adultos. El Heraldo de Aragón y Cambio16. Había otra revista que yo miraba y no me atrevía a ojear. Era Interviú. Una revista prohibida para los niños. En la portada siempre había mujeres enseñando los pechos. Mujeres, que cuando empiezas la adolescencia, te parecen tan diosas como imposibles y te conformas con mirarlas en las revistas. Fui creciendo y con toda la vergüenza del mundo me atreví a abrir el Interviú y deleitarme con aquellas fotos. Aunque nunca se lo conté al cura que nos confesaba en el colegio todos los jueves, me sentía absuelto de todos los pecados porque tanto yo como Dios sabíamos que aquello no estaba bien, o eso creía al menos. La culpa estuvo presente en toda mi infancia y después no fue fácil sacudirla de la ropa. El peluquero que hablaba tanto, cuando hacía alguna pausa, se rascaba la cabeza con el peine y miraba a través del espejo a los clientes que mataban su tiempo con la lectura. A veces sentía que me miraba fijamente. Veía sus ojos en el espejo. La mirada a través de un espejo es mas profunda que una normal. Yo interpretaba su mirada e intentaba leer sus pensamientos mientras tenía el Interviú entre las manos. El caso es que me hacía sentir culpable por aquello y por no contárselo al cura.
Cuando me iba, ya con la cabeza bien rapada y mostrándole mis grandes orejas al mundo, siempre me decía lo mismo, si tu madre lo quiere mas corto, vuelves por aquí. Yo habría vuelto cada tarde, pero no para cortarme el pelo.
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