Ser paraguas en Zaragoza no es nada fácil. Casi nunca llueve. Yo fui uno grande y rojo. Tuve cuatro dueños aunque sólo el primero pago algo por mí. Me compró en una tienda de chinos una mañana de lluvia. Mi primer dueño me colgaba de un perchero de forja. No tengo ninguna queja de él. Si amenazaba lluvia siempre le acompañaba a la calle. Le protegí del agua durante meses. Al llegar a casa me abría y me colocaba en la bañera para que me secara. No era de los que pensaba que si abres un paraguas en el interior de un edificio, atraes la mala suerte. Los humanos son muy dados a este tipo de cosas. Ver gatos negros, romper un cristal, pasar por debajo de una escalera o abrir un paraguas.
Un día se acabó mi suerte. Mi segundo dueño era amigo del primero. Fui prestado, y un paraguas que se presta, rara vez es devuelto. Nunca es buen momento para devolver un paraguas. Mi nuevo dueño no me utilizó por no romperme o perderme. Y entonces, ¿porqué no se lo daba a mi primer dueño? A su hijo le gustaba jugar al Zorro conmigo. Es uno de los usos que nos dan los niños. Aunque yo era largo, siempre estaba en desventaja con los paraguas plegables. Le daban al botón y disparaban, activando el mecanismo. Me alegro de no haber sido un paraguas plegable. No duran nada en manos de un niño.
Cuando ya empezaba a dudar de mi identidad y no sabía si era un paraguas o la espada del Zorro, una tarde de primavera, mi segundo dueño me dejo olvidado en un taxi. A diferencia de gatos negros, cristales y escaleras, los paraguas somos el objeto que más pierden los humanos. Cualquier sitio es bueno, un banco, un supermercado, un autobús, y en mi caso un taxi. Las oficinas de objetos perdidos están llenos de paraguas. Casi nadie se molesta en ir a recogerlos. El taxista ni se molestó en devolverme, así que éste fue mi tercer dueño. Hice kilómetros y kilómetros en el maletero de aquel taxi. Pensó que le vendría bien llevarlo, pero era de los que se pasan el día conduciendo y salen de casa sentados en el coche desde el garaje. Pasó una primavera, un verano y yo pensé en volverme loco. Allí encerrado, en aquel maletero, creía que me iba a derretir. Perdí la esperanza. Los pocos días de lluvia, oía el ruido del agua golpear el coche. Prefería ser destrozado por el granizo o perder mi forma cóncava por vientos huracanados. Es humillante convertirse en un paraguas convexo, pero mejor ser un paraguas convexo y mojado que uno cóncavo y seco.
Una noche cambió mi suerte. El taxi se estropeó al mismo tiempo que se puso a llover. El taxista me abrió mientras comprobaba el motor del coche. Acabó llamando a la grúa. Sentía la lluvia resbalando encima de mí de nuevo. Me acordé de mi primer dueño, de aquellas mañanas camino del trabajo, de las tardes de paseos cuando nos parábamos en los semáforos y nos juntábamos paraguas de todos los colores y tamaños, y de las noches de cines, teatros y cafés. Nunca más querría volver a aquel maletero. No, nunca más. Así que me negué a ser cerrado. El taxista lo intentó, intentó forzarme pero no lo consiguió. Primero el taxi y luego esto. Un día de mala suerte, pensó. Tal vez vio cruzar un gato negro, rompió un cristal o pasó por debajo de una escalera. De lo que estoy seguro es que no me abrió en el interior de un edificio. Me maldijo y me abandonó en plena calle.
Yo seguía mojándome, feliz por aquel golpe de suerte. Perdí el sentido y no se cuanto tiempo pasó hasta que apareció mi cuarto y último dueño. Iba acompañado de otras personas. Venían de fiesta bastante borrachos. Los humanos tienen imágenes en la memoria en las que aparecemos los paraguas. Mi dueño imitó la famosa escena de Cantando bajo la lluvia, otra chica intentaba volar como Mary Popins y después cerrarme para imitar a Chaplin. Ya era tarde, yo me había negado a ser cerrado y no había vuelta atrás. Pasé por todas las manos de aquel grupo y nadie lo consiguió. Era imposible. Mi último dueño no supo entrar en el portal de su casa con un paraguas abierto. Sin pensarlo me clavó en el cubo de la basura como una vela en una tarta. El resto no es difícil de imaginar.
Si tienes un paraguas, sácalo cuando llueva porque además de no mojarte, coloreas los días grises de lluvia...
Un día se acabó mi suerte. Mi segundo dueño era amigo del primero. Fui prestado, y un paraguas que se presta, rara vez es devuelto. Nunca es buen momento para devolver un paraguas. Mi nuevo dueño no me utilizó por no romperme o perderme. Y entonces, ¿porqué no se lo daba a mi primer dueño? A su hijo le gustaba jugar al Zorro conmigo. Es uno de los usos que nos dan los niños. Aunque yo era largo, siempre estaba en desventaja con los paraguas plegables. Le daban al botón y disparaban, activando el mecanismo. Me alegro de no haber sido un paraguas plegable. No duran nada en manos de un niño.
Cuando ya empezaba a dudar de mi identidad y no sabía si era un paraguas o la espada del Zorro, una tarde de primavera, mi segundo dueño me dejo olvidado en un taxi. A diferencia de gatos negros, cristales y escaleras, los paraguas somos el objeto que más pierden los humanos. Cualquier sitio es bueno, un banco, un supermercado, un autobús, y en mi caso un taxi. Las oficinas de objetos perdidos están llenos de paraguas. Casi nadie se molesta en ir a recogerlos. El taxista ni se molestó en devolverme, así que éste fue mi tercer dueño. Hice kilómetros y kilómetros en el maletero de aquel taxi. Pensó que le vendría bien llevarlo, pero era de los que se pasan el día conduciendo y salen de casa sentados en el coche desde el garaje. Pasó una primavera, un verano y yo pensé en volverme loco. Allí encerrado, en aquel maletero, creía que me iba a derretir. Perdí la esperanza. Los pocos días de lluvia, oía el ruido del agua golpear el coche. Prefería ser destrozado por el granizo o perder mi forma cóncava por vientos huracanados. Es humillante convertirse en un paraguas convexo, pero mejor ser un paraguas convexo y mojado que uno cóncavo y seco.
Una noche cambió mi suerte. El taxi se estropeó al mismo tiempo que se puso a llover. El taxista me abrió mientras comprobaba el motor del coche. Acabó llamando a la grúa. Sentía la lluvia resbalando encima de mí de nuevo. Me acordé de mi primer dueño, de aquellas mañanas camino del trabajo, de las tardes de paseos cuando nos parábamos en los semáforos y nos juntábamos paraguas de todos los colores y tamaños, y de las noches de cines, teatros y cafés. Nunca más querría volver a aquel maletero. No, nunca más. Así que me negué a ser cerrado. El taxista lo intentó, intentó forzarme pero no lo consiguió. Primero el taxi y luego esto. Un día de mala suerte, pensó. Tal vez vio cruzar un gato negro, rompió un cristal o pasó por debajo de una escalera. De lo que estoy seguro es que no me abrió en el interior de un edificio. Me maldijo y me abandonó en plena calle.
Yo seguía mojándome, feliz por aquel golpe de suerte. Perdí el sentido y no se cuanto tiempo pasó hasta que apareció mi cuarto y último dueño. Iba acompañado de otras personas. Venían de fiesta bastante borrachos. Los humanos tienen imágenes en la memoria en las que aparecemos los paraguas. Mi dueño imitó la famosa escena de Cantando bajo la lluvia, otra chica intentaba volar como Mary Popins y después cerrarme para imitar a Chaplin. Ya era tarde, yo me había negado a ser cerrado y no había vuelta atrás. Pasé por todas las manos de aquel grupo y nadie lo consiguió. Era imposible. Mi último dueño no supo entrar en el portal de su casa con un paraguas abierto. Sin pensarlo me clavó en el cubo de la basura como una vela en una tarta. El resto no es difícil de imaginar.
Si tienes un paraguas, sácalo cuando llueva porque además de no mojarte, coloreas los días grises de lluvia...
7 comentarios:
Cuando era pequeñita, y también ahora, era una lectora especialita, no me gustaba cualquier cosa... Me cansaban los libros que deseaban engancharme con la carta del misterio, las románticas me parecían ñoñas, etc... Vamos que lo intentaba, pero no leía gran cosa...
Por eso, quizá, recuerde claramente, un libro que leí con 9 años, que había aparecido al azar por mi casa, que me ENCANTÓ. 'Les contes de la rue Broca'. Eran una serie de cuentos del estilo de este que escribiste hoy.
30 años después, ojeando los títulos infantiles de una librería de París, vi que se seguía editando dicho libro, que no habían cambiado ni siquiera la portada.
Esto para reiterarle, señor Orna, desde aquí, que creo en su talento y celebro que su mirada vuelva a teñirse de colores, de esperanza...
Y permítame imaginar el final del cuento: al rato, una violenta y feroz ráfaga de viento se agenció del bonito paraguas rojo y se convirtió en tornado con el único fin de propulsarlo a otro mundo y a otra vida ...
Un beso grande... y a ver si hoy ya me reconoce...
Será usted la señorita Marie??... yo creo que si... gracias por sus letras, y buenas palabras
otro beso grande para tiiiiiiiiiii
Mi padre, que es muy manitas, lo encontró tirado y lo reparó. El otro día, llovía y me lo dejó. Ahora está aquí conmigo, mirando las nubes desde el salón,... (gran cuento, paragüista)
Pues tu padre es el quinto dueño y tu la sexta... y quien sabe lo que vendrá después...
Yo no suelo tener paraguas para evitar perderlo, solía ir con impermeable. Pero mi impermeable se rompió y como todavía no llegó el invierno y no es plan de ir con el abrigo impermeable de capucha, hoy tuve la oportunidad de entrenarme cuidando el paraguas comunitario de la empresa, y dejando que él me cuidase a mi. Hoy me salvó de quedar treméndamente encojida y le he compartido con una amiga, pero mañana lo devolveré, para que veas... éste es un paraguas bien tratado y lo usa todo el mundo en la empresa!
Suerte en tus paseos bajo la lluvia!
Un besote
LR: ese paraguas tiene mucha suerte... seguro que va contándoselo al resto de paraguas sin que os déis cuenta... ellos son muy de estas cosas
besos
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