Me gustan los sombreros. No he tenido muchos sombreros en mis 13492 días de vida. Algunos me duraron mucho tiempo y otros no demasiado. En mi ciudad casi siempre sopla el viento y debe ser por eso que más tarde o más temprano se despegan de mi cabeza y se caen al suelo. Suelen caerse en charcos de agua sucia, o son atropellados por algún autobús urbano. Incluso uno de ellos se lo comieron los ratones sin que me diera cuenta. Pensando que es inútil luchar contra el viento decidí no volver a llevar sombrero. El final siempre es el mismo y cuando los veo tan rotos y sucios me pregunto como pude llevarlos puestos en la cabeza. El viento no avisa, de repente sopla y te quedas sin sombrero, así que pensé que quería sentir el sol y la lluvia, e intentar romper esa rueda que gira y gira para llegar siempre al mismo punto. Hace poco tiempo, Paula me regalo un sombrero rojo. Quise probármelo, y aunque al principio me pareció que no era mi talla, enseguida sentí que no quedaba nada mal en mi cabeza. Me miraba al espejo y me veía guapo, Desde que me lo probé sólo me lo he quitado para dormir. Cada noche lo he puesto suavemente en la almohada vacía de mi cama. Incluso me lo he llevado de vacaciones, al otro lado del mar. Pero el viento no avisa y ha vuelto a soplar. Mi sombrero rojo ha salido volando, la rueda sigue girando y no he encontrado la manera de pararla. Esta vez el sombrero no ha caído en ningún charco. Se fue por la ventana de la cocina y cayó en un pequeño jardín que hay en el patio interior de mi casa. Ha quedado alguna mancha, pero también un agradable olor que hacía mucho que no respiraba. Ya no lo pongo en mi almohada vacía cada noche pero lo he colgado en el perchero de mi cuarto para no olvidarme de que, aunque siempre sopla el viento, estoy muy guapo con un sombrero en la cabeza.
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